Las joyas de Kadina
El padre de Kadina se dedicaba a comerciar con piedras preciosas que les vendía a los sacerdotes del Templo de Debod que servían para la realización de grandes joyas. Ella, desde muy tierna infancia, soñaba con poder trabajar con ellos; diseñando coronas, brazaletes y pulseras como las que veía que llevaba su padre al palacio de Meroe dónde vivía la Reina de Nubia, Amanishakheto, y al que acudían otros mercaderes con los que se intercambiaban este tipo de objetos. Tenía, en su estancia, gran cantidad de dibujos que su padre no quería verlos y, hasta se los había prohibido. Cuando ella le pidió que se los llevara a los sacerdotes para que fueran ellos los que decidieran, los rompió delante de ella. Y, por este motivo, los mantenía ocultos y lejos de la vista de su padre.
—Ese no es trabajo de mujeres —le decía.
En los viajes que se hacían a palacio, a comerciar, Kadina acostumbraba a acompañar a su padre. En uno de ellos, la joven entabló charla con el mercader que compraba el oro para los sacerdotes de Debod y le convenció para que les llevara alguno de los diseños que había creado, con el fin de que fuera evaluada su posible realización. A las pocas jornadas, el mercader se presentó en la casa de Kadina y le pidió que si tenía más diseños dibujados. Ella, asombrada, sacó todos los que había logrado salvar y se los dio al hombre. Antes de dejar la casa, el mercader le dio unas monedas por el pago del diseño que le había dado en el palacio de Meroe, la última vez que se habían visto. Ella no se lo podía creer. Su dibujo se iba a convertir en una joya. Seguro que alguna reina lo llevaría en su brazo.
Meses después, el padre y Kadina volvieron al mercado a llevar más piedras preciosas. El mercader, al ver a Kadina, le dio una bolsa llena de monedas. Pocas veces había visto tantas juntas. Cuando el hombre le dijo que era el pago de más joyas que se habían fabricado con los diseños que ella había hecho, se quedó estupefacta. Le pidieron más. Decidió hacer un trato con el mercader. En la sociedad nubia, bajo la que ellos vivían, había muchas mujeres que se quedaban solas. Siendo una sociedad guerrera, el número de hombres que partían a la guerra era mucho mayor que el de los que volvían. Cómo, en esa época, las mujeres no debían trabajar, se veían obligadas a vivir al abrigo de un hombre. Siendo tantas mujeres y tan pocos hombres, la única forma de que esa sociedad no sucumbiera era que un hombre tuviera que mantener a varias mujeres. Aun así, había muchas que malvivían porque, al morir sus padres, no encontraron quién se hiciera cargo de ellas y se veían abocadas a la indigencia y a la caridad.
Kadina le pidió al mercader que la mitad del dinero que le daba a ella, lo destinara a montar una casa para que las mujeres pudieran vivir y trabajar en la isla de Filé, en el cauce del Nilo. Allí, en el santuario de Isis, podrían tener cobijo y mantenerse con el dinero que Kadina le iba dando al mercader. Así, y a espaldas de su padre, la joven empezó a dibujar cada vez más. Le trato con el mercader empezaba a funcionar. En principio, seis mujeres eran recogidas en el santuario y mantenidas con el dinero de Kadina.
De esta manera fue como esas mujeres emprendieron la labor de tejer alfombras que le vendían al mercader y con las que él empezó a pagar a un profesor que las enseñara a leer.
Esperó al siguiente mercado de Meroe para informar a Kadina y ella no acudió con su padre. Se le acercó y le preguntó por ella. Él le dijo que su hija se estaba preparando porque esa tarde iba a conocer al hermano de la Reina, al Rey Hermano Baltasar. La prepararon para la ceremonia en el Palacio de Meroe. La esposa principal de Baltasar, Nauwan, la ayudó a engalanarse. Desde ese momento, ella ya supo que se convertiría en la nueva esposa del Rey Hermano. Era la más bella que había pasado por palacio en mucho tiempo. Y es que tenía una mirada tan inocente, pero llena de sabiduría que, conociendo a Baltasar y su amor por la cultura, iba a quedar hechizado. Y así fue como, se conocieron y, como había predicho la anciana Nauwan, acabaron desposándose.
A escondidas de su padre y compinchado con el mercader, Kadina seguía vendiéndole diseños a los sacerdotes de Debod, aun esposada con Baltasar. Un día, le llegó la noticia a la joven de que tendría que ir, por tiempo indefinido, a Alejandría a acompañar a su esposo. El proyecto se derrumbaba. Si no podía hacer más diseños, no habría dinero. Y sin él, no se podrían mantener a las mujeres, que ya iban por la cantidad de 20, en el tempo de Isis.
Temerosa de que las fueran a devolver a la calle, se reunió con su padre y, a riesgo de que se enfureciera, le contó todo lo acontecido sobre los diseños. Él no pudo sentirse más orgulloso de ella y le prometió que, en su ausencia, él se haría cargo de la manutención de esas mujeres. Y que, cuando volviera de su viaje a Alejandría, tendrían tiempo de retomar los diseños y, desde ese momento, se comprometía, a su vuelta, a enseñarla a leer y escribir.